SENTIDO ADIÓS A UN MURGUERO DE CORAZÓN
El pueblo velezano lamenta la partida de Obi De Biasi, que falleció víctima de coronavirus
Para muchos, Roberto De Biasi –o simplemente Obi, como lo conocían todos- era el prototipo de “el hincha”, que alguna vez pintó con maestría el gran Enrique Santos Discépolo. Vivía en Echenagucía y Yerbal, allí donde Liniers se confunde con Villa Luro -con el marco de las vías como inevitable telón de fondo- y su vida la surcaban dos grandes pasiones: el barrio y Vélez, que para él eran casi la misma cosa.
Pero el 7 de agosto último, justo cuando el barrio le rezaba a San Cayetano –vaya paradoja del destino- la vida de Obi se apagó lentamente a los 64 años, tras una dura batalla contra el coronavirus, que lo tenía contra las cuerdas desde hacía varios días en una cama de terapia la Clínica San José, de Palermo.
Hablar de Obi es hablar de Vélez, de un Vélez sano y solidario, porque Obi era un símbolo de la familia fortinera. Había nacido el 31 de agosto del 55’, la misma fecha en la que 39 años más tarde, su querido Vélez se consagraría Campeón de América. La cuadra del viejo Fortín de Villa Luro lo cobijó desde pibe y fue su mamá quien lo invitó a amar esos colores. Desde siempre sus pulmones se oxigenaron con aromas velezanos y no hubo cancha donde no estuviera alentando y palpitando cada jugada de su equipo.
Durante años Obi fue el encargado de guardar los “trapos” con los que la hinchada engalanaba el Amalfitani. Hasta que un día pensó en juntarlos todos, para hacer una bandera enorme, capaz de teñir de azul y blanco una tribuna entera, y así cubrir a los hinchas con el manto de la pasión. Por eso no tardó en darle forma a la “Fortinental”, que se lució por primera vez en el Colón de Liniers en febrero de 1992 y que luego fue un símbolo ineludible en la conquista de América y el mundo, cada vez que se sacudía agitada por las manos de los hinchas para cubrir toda la platea sur.
Algunos años después, cuando varios equipos de primera optaban por colocar porristas muy sueltas de ropa para darles la bienvenida a los jugadores cada vez que pisaban el césped, a Obi se lo ocurrió algo distinto, ya no vinculado a la cosificación de la mujer, sino a la alegría y el colorido como sinónimo de la familia velezana. Entonces, en marzo de 2002 le dio vida a la murga “Los Fortineros de corazón”, que él mismo dirigía y que incluía a hombres y mujeres de todas las edades, que se encargaban de contagiar de ritmo y alegría a los hinchas en cada partido que el equipo jugaba de local. Con esa misma murga –por la que también pasaron sus hijos y sus nietos- representó a Vélez en todos los corsos porteños y en festejos de toda índole realizados en diversos puntos del país.
Y siguiendo con esa idea recurrente de unir los corazones fortineros, a mediados de 2009 se encargó de ir contagiado voluntades para delinear la denominada “Caravana del Centenario”, con la que el 1° de enero de 2010, más de 50 mil hinchas –entre abuelos, padres, hijos y nietos- tomaron por asalto la avenida Rivadavia y peregrinaron desde la Estación Floresta, donde se fundó el club, hasta el estadio José Amalfitani.
Obi siempre trabajó en forma desinteresada por el club y actualmente era el vicepresidente segundo de la agrupación “La V azulada”. “Por primera vez estaba decidido a ser dirigente del club que tanto amaba, para sumarse al área de Cultura y seguir pensando proyectos que hagan de Vélez un sinónimo de familia y pertenencia”, recordó el periodista partidario –y actual integrante de la Junta Comunal 9- Hernán Poggi. Y luego recordó “entre esos proyectos tenía un sueño que no alcanzó a concretar: armar el museo de Vélez”.
Si hasta su familia estaba atravesada por la pasión fortinera. Tenía tres hijos: “Obito”, que siguió los pasos de su padre desde la tribuna y dos mujeres. Una de ellas, quien se encargó de prolongar la descendencia, está casada con Carlos Soto, el ex defensor de Vélez, Chicago y All Boys. La otra es modelo y tuvo una relación mediática con el ex delantero de River –que alguna vez sonó en Vélez- Sebastián Driussi.
No son pocos los que aseguran que, después de Raúl Gámez, Obi era uno de los hinchas más queridos y respetados del Fortín. “Era un tipo que siempre pensaba en el otro, que ayudaba a todo el mundo, estoy seguro que se contagió el virus repartiendo bolsones de comida por los barrios populares”, repite apesadumbrado Juan Carlos Montero, compañero de tribuna y amigo desde hace años. “En 2004 tuve un infarto –recuerda- y por ese entonces mi situación económica era muy mala. Trabajaba en un taxi, los pibes eran chicos y mi señora estaba sin laburo. Entonces Obi arreglaba salidas con la murga en cumpleaños o casamientos para traerme dinero a casa. Eso nunca lo voy a olvidar”.
Humilde, solidario, servicial, querible, laborioso. Así era Obi y así se lo recordará por siempre en el club de sus amores, porque aunque la pandemia se lo haya llevado sin pedir permiso, su espíritu inquieto bailará haciendo piruetas cada vez que el sonido del bombo y el redoblante retumben en el Amalfitani.
Ricardo Daniel Nicolini
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