Cabecita de novio
Hace 87 años, el barrio de Mataderos se conmovía con el asesinato del Pibe Cabeza
El comisario Héctor Fassio llevaba más de dos días vigilando la salida de la casa de Manuel Artigas 5549, en pleno corazón de Mataderos. Cada tanto renovaba a sus hombres: Daniel Russo, Carlos Morales y Carlos Antequera, todos con los ojos clavados en la puerta de la casa. Esperaban el milagro que constatara el dato que les había pasado un buchón de bajo fondo. Era el 9 de febrero de 1937 y el sol del verano golpeaba el empedrado de Mataderos. María Romano, una rubia despampanante de 19 años que caminaba esbelta y decidida hacia el almacén, alimentaba la esperanza de encontrar al hombre más buscado por la policía dentro de su casa. Las compras excedían las necesidades de una persona sola como ella. Alguien más debía estar dentro de la vivienda. La tarde comenzó a mostrar los primeros festejos del carnaval. Los preparativos del corso de Mataderos ocupaban la atención de los vecinos.
Cerca de las 19, cuando el sol ya comenzaba a esconderse, Fassio mandó a buscar el auto y le encomendó al sargento Russo que se quedara al volante, por cualquier necesidad. Especulaba que, si llegaba a salir el hombre que buscaban, la multitud y el corso tan próximo podían jugarle una mala pasada. Antes de las 21 la puerta se entornó despaciosamente. Fassio y sus policías sintieron que el corazón se les escapaba del pecho. Apareció una cabeza mirando en ambas direcciones, tratando de cerciorarse de que la Policía no lo esperaba. Luego la puerta volvió a cerrarse.
El comisario repasó las últimas órdenes. Buscaban a Rogelio Gordillo, el Pibe Cabeza, el mítico bandido que asoló la pampa de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. Su raid delictivo alcanzaba niveles increíbles en el imaginario popular. Ladrón de bancos, hoteles, negocios, mercados y viviendas. Todo con una exagerada gala de crueldad y locura. Cimentó su fama a puro gatillo. Así había nacido al mundo del delito, cuando apenas tenía 18 años y le pegó dos tiros a la madre de una niña de 15, que desaprobaba su noviazgo con su hija. Nueve años después, caería para siempre con una pistola en cada mano.
De pronto, dos hombres saltaron el escalón que separaba la puerta de entrada de la vereda y caminaron despacio, volviendo la mirada atrás para saber si la tranquilidad los acompañaba. El Pibe Cabeza iba pegado a la pared, y su lugarteniente, Antonio “El Vivo” Caprioli, caminaba cerca del cordón. Llegaron a Alberdi, tomaron un colectivo y se bajaron a menos de cinco cuadras, para perderse en el corso que derrochaba algarabía y luces multicolores.
Fassio giró sobre sus pasos y se trepó al auto. Los dos bandidos apuraron la marcha y el Pibe Cabeza, con su cabello engominado, le advirtió a Caprioli que los seguía un auto. Imaginaron por donde huir y se metieron cada vez más adentro de la murga. Sabían que la gente despreocupada, caminando por el medio de la calle y concentrada en la diversión, era su mejor escudo. Apuraron el paso entre la muchedumbre mirando hacia ambos lados, con una mano acariciando la cacha del revólver. Fassio bajó del auto con la 45 en la mano. Se dividieron por ambas veredas.
De pronto sonó un disparó y el gentío huyó en todas direcciones. El comisario esperó que terminara la dispersión, para ubicar al Pibe Cabeza. En cuanto los dos delincuentes intentaron cruzar la calle, una lluvia de balas los detuvo. El Pibe Cabeza, tirado detrás de un árbol, resistía con una pistola en cada mano en la esquina de Juan B. Alberdi y Guardia Nacional, con el paredón de la curtiembre La Hispano como telón de fondo.
Caprioli aprovechó la confusión para correr hacia la esquina y perderse entre la gente que dejaba el lugar a la carrera.
Gordillo era diestro con las armas, pero esta vez era distinto: estaba rodeado y sin chances. Caprioli corrió a cinco cuadras del lugar y se sentó en la puerta de una pensión a escuchar las detonaciones de 45 que sacudían la noche de Mataderos. Los vecinos contaron más de 60 disparos. Fassio le pegó un tiro en el pecho, el Pibe dio un respingo y quedó herido de muerte. Luego el cuerpo se sacudió un par de veces más al ritmo de la balacera y quedó tendido boca arriba con los ojos abiertos y cubierto de sangre. La leyenda llegaba a su fin. Los policías se acercaron al cadáver y lo movieron con la punta del zapato. Fassio pidió un teléfono a una vecina y llamó a la prensa. Ordenó dejar al muerto en la vereda hasta que llegaran los fotógrafos. Quince minutos más tarde lo ametrallaban los flashes y las radios bramaban con la noticia.
“¡Murió el Pibe Cabeza!”, repetían incrédulos los porteños. La policía explicó la captura señalando que un informante sabía del viaje del prófugo a Buenos Aires y pasó el dato. Otros desconfiaron de María, la bella muchacha que lo albergó en su domicilio, tanto que argumentaban que ese día no salió de la casa porque lo entregó. Nunca se echó luz sobre la cuestión.
Un error fatal lo había llevado a la casa de la mujer. Durante el preparativo de un asalto a un banco en Córdoba, mataron a un joven policía y se pusieron la fuerza encima. A partir de ese momento salieron a cazarlos de cualquier forma. El Pibe Cabeza había conocido a María en un aguantadero de Bell Ville y se enamoró perdidamente de la joven. Apenas llegaron a convivir unos pocos días. Cuando admitió que debía salir de escena un tiempo, pensó en la luna de miel soñada con su enamorada, con quien luego se supo que esperaba una hija.
Los primeros cuatro días lo pasaron dentro de la casa sin asomar la nariz. En la central de Policía de la calle Moreno admitieron que en dos días más levantarían la guardia del lugar, dando por hecho que no se encontraban allí. Pero a pesar de la negativa de Caprioli, el Pibe Cabeza insistió en salir y cayó en la trampa.
Exhibieron el cadáver en una cama de azulejos, para que pasara por delante casi toda la Policía. Los ojos extrañados de los uniformados miraban fijamente al hombre de 27 años, el mismo que había sido peluquero en su Colón natal y en General Pico, y había tenido en vilo a medio país. En la autopsia le cortaron la cabeza, acaso como un trofeo, para exhibirla en un frasco con formol en el museo de la Morgue Judicial.
Aún hoy, en la esquina de la curtiembre, el barrio de Mataderos guarda en aquel paredón varios orificios de bala de aquella fatídica noche de carnaval.
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