El colegio después del colegio
El recuerdo de los ineludibles “profesores particulares”, esos salvadores de visita obligada cuando las notas del boletín hacían agua
Por Daniel Aresse Tomadoni (*)
En aquellos tumultuosos años 60’ y 70’ en los que transcurrió mi infancia y mi adolescencia, la primavera era época de salidas al aire libre, de disfrutar del sol pero también de la sombra que nos brindaban las maravillosas arboledas de las plazas y los parques del barrio. Eran nuestro pequeño paraíso cerca de casa. Pero además, la llegada de la primavera indicaba que se acercaba el fin del año escolar y comenzábamos a sentir las presiones de las materias del colegio que estaban a punto de hacer agua, incluso algunas ya venían arrastrando números en rojo en los boletines desde el primer bimestre. Y cuando ya estábamos “en el horno”, ante la inminencia de irnos a diciembre o a marzo y el blazer verde de “Las Nieves” era un suplicio, llegaban los eternos salvadores del año: los profesores particulares.
Debo confesar que tanto en la primaria como en la secundaria, acudí casi permanentemente a “la particular”, ya sea para realizar las tareas del colegio, como así también para apuntalar o salvar materias que toda mi vida fueron un karma, como en el caso de Matemáticas. Como se imaginarán, podría mencionar un gran número de esas profesoras particulares que me acompañaron en mis años de estudiante, pero muchas de ellas confluían en dos lugares: la academia Prat, donde acudí en mis años de Primaria, y la Academia Liniers, a la que solía asistir mientras cursaba la secundaria.
La primera se ubicaba casi pegada a mi colegio, la Escuela N° 17 “Carlos Morel”, de Ibarrola y José León Suárez. Era una casa enorme acondicionada para permitir el funcionamiento de varias aulas. Claro que en temporadas de exámenes, el caserón se veía invadido hasta en la cocina, el comedor, el patio y el jardín. Distintos profesores en simultáneo enseñaban en ese sitio mientras doña Emilia Prat supervisaba que todo funcionara bien y cada uno de nosotros estuviera atento a los profesores. Miguel, su marido, por años tuvo una librería en el garaje de la casa, de manera que no había excusas si nos olvidábamos algún elemento. Gracias a esa “Torre de Babel” de la enseñanza, pude salvar unos cuantos exámenes escolares.
Además, durante parte de la primaria y en casi toda la secundaria, acudí a la famosa “Academia Liniers”, cuando aun se ubicaba en el pasaje La Cautiva. Siempre me llamó la atención cómo aprovechaban hasta el último rincón de esa casa municipal para instalar aulas. Y lo más increíble era que todas eran cómodas. Al igual que la de Prat, esta academia era “atendida por sus dueños”, ya que su titular, el profesor Carlos Bardauil, dictaba distintas materias e inglés, al igual que su esposa Beatriz “Beby” Molinari. Su suegro, el recordado Rafael, se ocupaba de cobrar las horas de clases y coordinar la actividad de los profesores. Allí no sólo asistía todos los días para realizar las tareas del primario, sino que además, con los años, “me encerraba” en los meses de noviembre y parte de diciembre para salvar las materias del secundario condenadas, en el mejor de los casos, a diciembre.
Con el tiempo, Miguel falleció y Emilia Prat se retiró de la actividad. Ambos eran longevos pero vitales. Por su parte, la Academia Liniers, luego de muchas e interesantes reformas, dejó la casa del pasaje La Cautiva para pasar a un nuevo y moderno edificio sobre Lisandro de la Torre y Palmar, hasta su cierre definitivo hace apenas un par de años.
Así ha pasado otra postal de antaño de mi querido barrio. Vaya entonces el recuerdo a todos esos educadores que con pasión y profesionalismo, han tratado –exitosamente- que aprobara ciclos y materias en mis años escolares. Hasta la próxima.
(*) Aresse Tomadoni es director general de Multinet (Radnet/La Radio, El Viajero TV, Club de Vida TV)
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