Historias y misterios del parque Avellaneda
Un repaso detallado por las vivencias que atesora el pulmón verde de la Comuna 9
Un remanso de verdes emerge entre el cemento de la ciudad. El otrora territorio de querandíes es en la actualidad un hermoso parque de árboles añosos, para disfrute de vecinos y habitués. La claridad del nuevo día apenas se insinúa. Caminantes y corredores pueblan, en medio de la bruma invernal, senderos y veredas. Mas tarde se sumarán niños y adolescentes que asisten a las escuelas primarias o secundarias, que funcionan en el predio. También quienes vienen a las clases de gimnasia, taichi, zumba o llevan a sus pequeños a los juegos y los que hacen uso de las postas aeróbicas, cercanas a Directorio.
Pasado el mediodía, la música de la calesita hace notar su presencia. Con la tarde, la concurrencia se renueva. Desde las primeras horas hasta pasado el atardecer se agregan a los paseantes los que concurren a los numerosos talleres gratuitos dictados en dos sedes:
el antiguo natatorio y el viejo tambo. Mientras, en La Casona de los Olivera se exhiben muestras de diferentes disciplinas del arte.
Desde tiempos inmemoriales, en las tierras sobre las que se asienta el parque Avellaneda, transcurrió parte de la historia y del desarrollo de la sociedad porteña, incluso mucho antes de la llegada de los españoles al Río de la Plata.
En tiempos remotos, las tierras aledañas a nuestro río fueron habitadas por un pueblo de aborígenes altos, robustos y de piel oscura: los querandíes. Eran grandes corredores, lo que les permitía la caza de guanacos, ciervos de los pantanos, nutrias y otros animales pequeños, con los que además de alimentarse, aprovechaban su cuero para confeccionar la vestimenta y los paravientos con los que se protegían de las inclemencias climáticas. Otra fuente de sustento era la pesca y sumaban la recolección de frutos silvestres. De estilo de vida nómade, se agrupaban en tribus comandadas por un jefe.
Solían establecerse en las cercanías de ríos y arroyos. En esos tiempos, el Cildáñez, el Maldonado o el Riachuelo eran cursos de agua clara con abundancia de peces, en las que abrevaban animales autóctonos, lo que facilitaba atraparlos. Para cazar usaban arcos y dardos con una punta triangular de piedra filosa y también boleadoras, elementos que utilizaban, además, para el ataque o la defensa.
La llegada del español no sólo los diezmó con armas, sino que trajo enfermedades ajenas a estos lares, provocando la mortandad de gran parte del pueblo originario. Posteriormente, a pesar del coraje y la bravura del querandí, el avance de españoles y criollos originó su exterminio y repliegue por la inferioridad en recursos y técnicas de defensa.
Pocas décadas después, de la nación querandí no quedaron más que algunas tribus desperdigadas en la vastedad pampeana y en los alrededores de la incipiente Santísima Trinidad y Puerto de Santa María del Buen Ayre, nombre de nuestra Buenos Aires en su fundación.
De aldea a capital del Virreinato
Mediaba la tercera década del siglo XVIII y, posterior a una epidemia de tifus, un español oriundo de Cádiz funda la Hermandad de la Santa Caridad de Nuestro Señor Jesucristo, bajo la advocación de Nuestra Señora de los Remedios. Dicha hermandad, de origen laico pero con un fuerte vínculo con la iglesia, se dedicó primeramente a sepultar a las personas fallecidas cuyos cuerpos, por falta de familia o recursos, eran depositados en algún baldío, también llamado “Pozo de las Ánimas”, a merced de las ratas y los perros callejeros. Los pobladores pudientes inhumaban a sus muertos dentro de las iglesias o en terrenos pertenecientes a ellas, por lo que los miembros de la Hermandad empezaron a enterrarlos aledaños a los templos.
Pasada la mitad de ese siglo surgió la necesidad de solucionar el problema de las niñas que, por diferentes circunstancias, estaban en estado de abandono. El Hermano Mayor de la Hermandad, un próspero comerciante, Álvarez Campana, hizo construir un orfanato para niñas. Lo solventó con dinero de su propia fortuna, anteponiendo la condición de ser reconocido como patrón y fundador, petición aprobada por la mayoría de los integrantes.
El capellán González Islas, hijo del fundador de la Hermandad, estuvo en desacuerdo y se hizo cargo, de forma poco clara y con argucias, de la dirección del orfanato y la escuela adjunta, también obra de Álvarez Campana. Ambos fueron construidos en el cruce de las actuales Rivadavia y Esmeralda, en el lugar que hoy ocupa la plaza Roberto Arlt.
El juicio del patrón y fundador contra el capellán duró décadas y terminó cuándo el primero murió, en 1766.
Aunque el orfanato recibía muchas donaciones, con las habilidades aprendidas en él las internas contribuían a su sostenimiento, vendiendo lo elaborado en el hospicio y sumado a ello, la venta de lo producido en la “Chacra de las Huérfanas”. En la chacra, donada por el capellán González Islas, se cultivaban frutas, verduras y cereales, para contribuir al sostenimiento del orfanato, la escuela de niñas, el Hospital de Mujeres y la Casa de los niños Expósitos. La chacra, además era usada como quinta vacacional de las huérfanas, ya que el capellán había hecho construir, con las dádivas recibidas, un oratorio consagrado a la Virgen de los Remedios y, adyacente a éste, una casa. También utilizó el lugar para la cría de ganado vacuno, ovino y caballos.
En esos años la chacra ocupaba 1.200 hectáreas, desde lo que es hoy la avenida Juan B. Justo hasta el Riachuelo, y desde Olivera hasta Lacarra. Su ubicación era privilegiada, ya que por ella cruzaban el Camino Real, que iba desde el puerto de Buenos Aires hasta el Alto Perú, y el Camino de Gauna, que comunicaba las chacras frutihortícolas, para la venta de lo producido, hacia el interior y el centro de Buenos Aires.
En 1822, el orfanato de niñas y todo lo perteneciente a la Hermandad fue entregado para su administración a la Sociedad de Damas de la Beneficencia, creada por el entonces ministro de Gobierno de Buenos Aires, cuando era gobernador, Martín Rodríguez.
La chacra se subastó y fue comprada por Domingo Olivera (nacido en Ambato, Ecuador) en 1828 para la producción agrícola y la cría de ovejas, vacas y caballos. Olivera, que ocupó diferentes cargos jerárquicos en los gobiernos de Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia, abandonó la política y su activa vida social a raíz de la revolución y posterior fusilamiento de Dorrego.
En 1830, se trasladó con su familia a la chacra y en 1838 terminó la construcción de La Casona. Su esposa, Dolores Piriz Olaguer y Feliú, sobrina del exvirrey, halló una estatuilla de la Virgen de los Remedios y desde entonces, se la conoce como Chacra de los Remedios.
Manteniendo su bajo perfil, convirtió la estancia en un centro de experimentación y explotación agropecuaria, ocultando sus avances técnicos, porque en ese tiempo la prosperidad daba lugar a sospechas.
Vendían leña, verduras y frutas, en especial duraznos. Con la ayuda de sus hijos mayores -Nicanor y Eduardo- trajeron de Europa un molino mecánico, una novedad en esos años, convirtiendo en harina el trigo producido en su campo, e instalaron la primera fábrica de pan, que vendía en todo el partido de San José de Flores al que pertenecía la chacra y sus alrededores. La leche de su tambo se distribuía con carros lecheros.
En 1836, uno de sus peones, le informó a Olivera que el gobernador Juan Manuel de Rosas se encontraba instalado junto a un grupo de mazorqueros y relevantes figuras de San José de Flores, atrás de un monte cercano. Su finalidad era acosar a los lecheros que salían de su tambo, verificando que portasen la divisa punzó en un lugar bien visible. De no llevarla eran considerados traidores y podían ser enviados a un batallón como soldados.
Domingo, vistiendo su ropa más humilde, se apersonó en el lugar. Sorprendido al verlo, Rosas le dio un abrazo y se lo presentó a sus acompañantes, diciendo: “tengo el honor de presentarles a mi amigo, don Domingo Olivera, a quien estimo, sintiendo no presentar a un federal neto, como desearía, sino a un salvaje unitario, pero incapaz de hacer daño a nuestra causa. Se los recomiendo especialmente y les ordeno respeten, porque ha hecho grandes servicios al país. Debo decir la verdad, usted es un salvaje unitario, pero bueno como pocos y eso basta”.
Olivera conocía a Rosas de coincidir en muchos despachos de los diferentes cargos que ocupó, habiendo tenido siempre un trato cordial hacia “el restaurador”.
En el atardecer de ese día Juan Manuel de Rosas levantó el acampe y se retiró con su tropa y seguidores.
En 1842 se hizo cargo de la administración de la chacra uno de los hijos de Domingo, Eduardo Olivera, ingeniero agrónomo recibido en Francia.
En el más largo sitio a Buenos Aires (diciembre de 1852 a julio de 1853) el Gral. Hilario Lagos confiscó la Chacra de los Remedios y la convirtió en su Cuartel General y Hospital de sangre del ejército federal. También se imprimía allí “El Federal”, un periódico rebelde (continuará).
Azucena Di Paola
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