Carácter y corazón en frasco chico

El recuerdo de “Chiquita”, la maestra particular de los pasajes de Liniers.
Por Daniel Aresse Tomadoni (*)
En esta oportunidad, mi recuerdo se remonta a mis años en la escuela primaria, cuando poco antes de mitad de cada año escolar, quien escribe, comenzaba a aflojar en algunas materias, en especial en Aritmética. En otra entrega, cuando comenté acerca de las academias y maestras particulares del barrio, tal vez omití mencionar a una de ellas que, durante un año entero, se dedicó a sacarme adelante con esa maldita asignatura que, como un karma, me acompañó también en la secundaria y, porqué no decirlo, también más tarde en la universidad.
Si bien no se diferenciaba mucho del resto de las maestras particulares del barrio, en cuanto a su lugar físico de enseñanza –el comedor, el living o la cocina de la casa- debo admitir que tenía una particular forma de enseñar. Cada tarde, después de las 15, los chicos de la cuadra y yo, nos reuníamos en torno a la mesa de su comedor para realizar nuestras tareas, bajo su atenta y severa mirada. Creo que ni la peor de mis maestras metía tanto miedo…
En efecto, si las cuentas no salían bien, garabateaba con fuerza el cuaderno borrador. Y si “la letra con sangre entra”, en este caso sus gritos y retos lograban en nosotros un aprendizaje casi instantáneo. Eso sí, cuando se descuidaba, nos poníamos a jugar con sus dos gatos que siempre andaban deambulando por allí. Fue muy querida como vecina, como profesora y, tiempo después, también como catequista.
Pero, además, cada clase tenía su recompensa: una rica merienda para todos, y si el alumno realizaba bien todos los ejercicios, descolgaba un cairel de cristal de la araña de luces del comedor y nos regalaba esa belleza (a decir verdad, se mudaba a fin de año y en el nuevo departamento tenía techos bajos donde no podía instalar semejante lámpara). Pero sin dudas, aquel fue un hermoso gesto que nos incentivaba a aprender y a mejorar. A las 17, ya agotados y con la tarea escolar hecha, al tiempo que preparaba la merienda, encendía el televisor para ver su novela favorita.
Al tiempo que devorábamos los panes franceses con manteca y dulce de leche, entre los chicos hablábamos de superhéroes y las chicas se enganchaban con la dueña de casa para hablar de sus cosas. Poco después, cada uno regresaba a su hogar (ya merendados) y yo me quedaba haciendo tiempo hasta que venía mamá a buscarme. A veces nos quedábamos charlando con ella o con su marido Andrés y, en ocasiones, también con sus dos hijos. Así era la vida de esa “familia tipo”, la de mi tía, María Luisa Tomadoni, más conocida como “Chiquita”, que con su particular encanto le supo dar forma a uno de los tantos recuerdos más cálidos de mi infancia, en su casa del pasaje Amalia, casi esquina Tuyutí. Hasta la próxima y muchas gracias por permitirme compartir estos recuerdos con ustedes.
(*) Aresse Tomadoni es director general de “Relatos del viajero” y “Épocas del mundo” que se ofrecen a través de Youtube.
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