Siete Manueles y un bondi (primera parte)

Un viaje exclusivo por la historia del colectivo, ambientado en Galicia, Liniers y Mataderos.
Cuando murió Manuel dejó sembrada una estela de dudas: ¿Fue osco? ¿Fue altivo? ¿Fue cínico? ¿Fue buen padre? ¿Estuvo presente o quedó atrapado en el barro de su infancia? ¿Fue amigo de sus amigos? ¿Cómo fueron sus padres? ¿O sólo creía por lo que luchaba, aunque no tuviera relación con la verdad? ¿O simplemente era un padre náufrago agarrado a su madero? Lo esencial sólo sobrevive poco tiempo. En todo eso pensaba Manuel, Manuel Séptimo, como todos lo llamaban, después de escuchar la repetida historia de los Manueles.
Como cada mañana, Manuel Séptimo -para sus amigos sólo Séptimo- tomó Cañada de Gómez rumbo al sur. Triste rutina que adormece el alma; rueda tras rueda, los mismos semáforos, rojo, amarillo y verde, a pasar rápido para encontrar el verde. Pobre triunfo de la monotonía. Esta vez, fracasó. Mataderos amanecía con otras calles cortadas: Carhué y Montiel. Tiempo de elecciones, cuando se cortan calles para tapar pozos que volverán a nacer y volverán a vivir hasta las próximas elecciones.
Una suave llovizna opacaba el barrio. Sin saber el motivo, Séptimo se puso triste. Las perlas que mojaban el parabrisas se convirtieron en lluvia; al llegar a la oficina, Carhué era un río. La bruma y el agua envolvieron el amanecer. Decidió esperar, no estaba en sus planes engriparse. Quiso poner música, pero no la sintió. La música es vida cuando la vida es música. No fue su momento. Entreveró sus ojos, quiso proyectar su día, pero triunfaron los recuerdos. A través de los años los fue juntando. Primero, en una cajita verde que le resultó pequeña, y solos se acomodaron en el baúl de madera y cuero, en cuyo fondo estaban depositados los recuerdos de Lola. Su único bien, que voló rodeado de palomas de Rodeiro a Mataderos.
La lluvia no cesaba, Séptimo en estado de gracia abrió lentamente su arcón y el azar lo transportó. La lluvia tomó forma y casi sin darse cuenta comenzó a hablarle. Mezclando tiempos, mezclando nombres. Fue una larga caminata hacia sus recuerdos, muchos años para remontar. Luchar contra el tiempo, pero el tiempo no sólo es nuestro, recuerdos son también los lugares donde ocurrió lo que nos marcó a fuego. Vivió añoranzas en su mente, a través de las coordenadas del tiempo, y sintió que sólo se añora a través de los recuerdos.
Fueron apareciendo los pasos de Manuel y Lola, sus viejos. Sonaron las gaitas de Rodeiro en Galicia, junto con las gaitas de Manuel Dopazo en el Rodeiro de Villa Luro, Manzoni 268. Se vistió de muñeiras y aturullos. La brisa de los recuerdos lo llevó a Mataderos, su esencia, y el Glorias Argentinas lo arrulló con sus tangos. Versailles, con sus noches futboleras en el Ateneo y sus traiciones que, con el tiempo, se fueron acomodando para convertirse en parejas. Su Chicago en segunda lo llevó a la emoción de Boca. La nueva casa en Liniers lo recibió con una sonrisa canchera y un al fin. Pero Séptimo sólo salió geográficamente de su Mataderos, porque Mataderos no salió de él. Vivió con sus recuerdos, con aquel mundo, con evocaciones constantes, sus amigos, su gente, el aire que respiraba. “Bienvenido a Liniers”, la mueblería Edison, de la calle Rivadavia, a pagar todos los meses los muebles para su casamiento. El mercado mayorista, Lola cargando la bolsa de papas más barata. San Cayetano, bajo la dulce mirada del Padre Frassia, cimiento de su fe, y Vélez, el viejo, su colectivo y don Pepe. Por los años apareció Parque Avellaneda, los asados, los abrazos, el vino, el buraco y el truco. En Bilbao y Homero las gotas lo visitaban y un rayito de sol intentaba entre nubarrones. Abrió los ojos, revolvió el baúl y el último recuerdo se reveló; y como un rayo de la tormenta que no quiere despedirse, lo cubrió de frío, saliendo de la vieja pileta del parque, cuya imagen real rodeada de paredes imitaba los históricos baños romanos. A la salida se cubría con el viejo pulóver tejido por Lola para darle calor al cuerpo y para darle calor al alma.
Séptimo con un bolso, un libro y una maleta llegó a Ezeiza. El sol ocultándose pintaba de gris el paisaje. Tenía muchas suelas gastadas en los caminos del mundo. Esta vez, cuando llegó a Barajas, el corazón se volvió loco y los latidos golpeaban su pecho. No sabía por qué ¿O sí lo sabía?
En la escalinata del avión se paró, miró hacia atrás y balbuceó: “Séptimo, te va a parecer que tuviste todo el tiempo del mundo para ver a Lola y a Manuel. No fue así, es mentira. Los viejos se van antes, antes de que nos demos cuenta y, cuando no están, queda un hueco grande, muy grande, impreso, difícil de llenar”. Barajas, Santiago de Compostela, taxi, diez minutos después, las puertas del hotel Convento de San Francisco lo recibían con un abrazo fraterno. A cien metros de la Catedral los monjes apañaron sus sueños. Y el amanecer del domingo lo recibía con una brisa otoñal, no podía ocultar la emoción que lo embargaba. Paso a paso, pisando piedra por piedra, recorrió el corto camino hasta el santuario, cada piedra era testigo de las pisadas de millones de peregrinos que habían recorrido el camino de Santiago, entre ellos creyó reconocer la de un sueco, el sueco de Lola. A su frente, la plaza de Obradeiro. Y con los ojos humedecidos la vio, bella, eterna sublime; el mármol de Santiago lo esperaba. Dio dos pasos y una melodía inconfundible le llenó el alma, debajo del pórtico, un gaitero, sólo un gaitero a través de los mares lo transportó con Lola y Manuel y las gaitas desde Villa Luro, Manzoni 268.
Rodeiro era la posta de descanso para los que partieron por un mundo mejor y donde la mayoría no volvería jamás, dejando en esas tierras, sus trabajos, sus hijos, sus nietos, sus huesos, que fueron abono para la nueva vida de un gran país.
El botafumeiro volaba sobre su cabeza, su aroma lo acompañó hasta la aldea, solo once casas de piedra, sin calles, sólo senderos que se mezclaban, los vecinos con sus vacas, abrazos interminables con parientes y desconocidos, llegaba un americano. Le preguntó a Paco, su primo, por la historia de su padre, también Manuel:
—Pues, hombre, yo conocí al abuelo, mas no recuerdo, pero si quieres el domingo en la misa le preguntamos al cura —dijo Paco.
A las 11 am, cruzando arroyos y penedos, llegó a la pequeña capilla rodeada de cruces y tumbas. Al terminar la misa se presentó y le contó al sacerdote de su interés por conocer la historia familiar. Lo miró, le puso una mano en el hombro y mirándolo le dijo:
—Hijo, no lo recuerdo, ni a tu padre ni a tu historia, pero si vienes conmigo a la parroquia tenemos el libro de la vida, nacimientos y muertes.
El coche recorrió en minutos el corto trayecto; con una ayudante, tomaron el enorme libraco. El cura, sumamente detallista, fue contándoles que el registro civil en España fue creado alrededor de 1880.
—Los Manueles son seis, con tu padre que esta anotado aquí. Tú eres el séptimo y nunca te olvides de que son casi una cofradía y que Manuel significa “Dios está contigo”.
De regreso en el avión buscó en el baúl y el azar le dio vida a un recuerdo muy especial. El colectivo de la línea 14 en el que todos los domingos Manuel, fuera de línea, llevaba desde Alberdi y Larrazábal hasta la cancha de Vélez, a los hinchas que gritaban por el Fortín. Todos hombres, sólo dos mujeres, madre y hermana de un bailarín que dejó el Colón por su sueño futbolero y con la pelota en sus pies dibujaba en la cancha el más hermoso de los ballet. Simplemente dijo: “Yo te saludo, Juan José Ferraro”. Al llegar a la cancha, Séptimo, un pibe de barrio ayudaba a su viejo a contar los pasajeros para cobrarles. Un señor con el cigarrillo en la mano y con una fuerte voz le llamó la atención:
—Tráeme gente, rápido Gallego, tráeme gente.
Séptimo lo miró y le preguntó al último hincha que bajaba:
—¿Quién es ese que grita? —El muchacho lo miró sorprendido y le respondió:
—¿No sabés? Es el Tano Amalfitani, cuida la entrada para que nadie entre sin pagar, es el presidente de Vélez.
Ferraro y el Tano pegaron fuerte en mis recuerdos. En el baúl quedaron muchas memorias que seguramente volverán a ser vividas recordando que San Agustín escribió: “La vida es un libro”, y tomó la decisión de no leer una sola página; si Jesús lo bendecía, quería leer todo el libro hasta el final de los tiempos.
Manuel López
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