Periódico zonal del Barrio de Liniers para la Comuna 9
September 28, 2025 7:39 am
Cosas de Barrio

Rincón de letras

Una vez más le damos lugar a esta sección, dedicada a dar rienda suelta a la creatividad literaria de nuestros lectores. En esta oportunidad publicamos un relato evocativo que invita a sumergirse en el pasado, para rescatar a los viejos mercaderes del barrio. Elaborado por el vecino Manuel López, “El pavo y el pulpo” evoca el paisaje mataderense de mediados del siglo pasado, desde las entrañas de una familia tipo, teñida de sueños, angustias y caricias al alma.

De esta forma, aquellos lectores que deseen remitir sus escritos literarios a esta redacción –en formato de cuento, relato o poesía- para ser publicados en este espacio, podrán hacerlo vía mail a cdebarrio@hotmail.com o de manera postal a Rivadavia 10718 7º Piso Dpto. 34 (1408) Ciudad de Bs. As. El único requisito es que la historia transcurra en algún punto de nuestra entrañable geografía barrial.

El pavo y el pulpo

La manada de pavos corría suelta por la calle de Mataderos; adelante, el perro capitán; atrás, el pavero con su hijo. Día caluroso en noviembre, muy pegajoso. Vuelven a mi memoria recuerdos que creía dormidos…

Vendedores ambulantes que cantaban su mercadería con mil voces inconfundibles: ¿dónde está Tirso, el pescador, con su palo sobre los hombros balanceando dos baldes de lata? ¿Dónde está Lovato con su carrito de pizza fría y la fainá de yapa? ¿Dónde está Beta, con sus cuatro vacas y un banquito atado a su cola que tenía una sola pata, y se paraba en la puerta de tu casa, ordeñaba, la ponía en el jarrito que le dejábamos y se llevaba las monedas? ¿Dónde está Adud, el Turco, que tiraba el paño sobre la vereda que llenaba con baratijas y gritaba “compre, doña, limpio y barato, el lune’ paga”? ¿Dónde está el afilador haciendo sonar su silbato? ¿Y el conejero que te descontaba 10 centavos si se quedaba con la piel del pobre animal? ¿La panificación con sus panes especiales en un carro tirado por mulas o asnos? ¿Dónde está el diariero gritando “¡la quinta o la sexta!”? ¿Y el hielero con su barra al hombro? ¿Dónde está el tachero, que arreglaba el fuentón donde nos bañábamos? ¿Y el Ruso? Solamente sabíamos que se llamaba Ruso y que vendía ropa a pagar todas las semanas. ¿El vendedor de los helados Laponia, con su triciclo colorido y sus cucuruchos? ¿Dónde están los primeros caramelos de Chuenga que gritaba “¿Chuenga, Chuenga”, metía la mano en la bolsa y pensábamos que te llenaba el bolsillo, pero solo se escurría en sus dedos cinco o seis caramelos? ¿Y el colchonero que, con su máquina infernal, convertía una bola de lana en la suavidad de un duvet? ¿El manicero con su carrito echando humo? Ni hablar del fotógrafo, que metía su cabeza con unos tejidos que tenía detrás de su máquina.

Son muchos los recuerdos, pero sobresalen: el organillero con su loro que por cinco centavos te echaba la suerte. El loro metía la cabeza en una cajita y en su pico te traía un papelito doblado que siempre, siempre, te decía que ibas a ser feliz.

¿Dónde estás 1940, sin súper, sin delivery, sin sushi? Sólo en mis recuerdos…

Mi viejo, gallego, analfabeto, duro, muy duro, disfrutaba de la compra del pavo. Siempre elegía el del medio de la manada. Pobre pavero, corría con un gancho para someterlo mientras el resto se escapaba por todo el barrio. La casa chorizo tenía tres piezas; a continuación, una cocina, y un baño en el fondo, muy, muy precario. Teníamos que atravesar la huerta, los frutales y el gallinero. Allí lo mandaron al pavo.

Terminaban las clases y una tarde cuando lo vimos con Mabel (mi hermana) nos enamoramos. Qué hermoso animal, sobre todo, al lado de las gallinas, sus colores parecían más brillantes. Fue mirarlo y comenzar a quererlo. Lo bautizamos. Le pusimos Coraceiro, nombre de la única vaca que papá dejó en la aldea de Pontevedra. Teníamos en la mano el pan con manteca obligado de las cinco de la tarde (a las cinco de la tarde). Fue el fin, o tal vez el comienzo.

Lo sacamos del corral y Coraceiro nos siguió, le dábamos pedacitos del pan con manteca. Desayunaba, almorzaba, cenaba y nos robaba casi todas las comidas. Sobre todo, el pan de las cinco de la tarde (“de las cinco de la tarde”). El problema era Lola, mi vieja, que nos gritaba, nos tiraba zapatillas cuando tenía que limpiar la caca de Coraceiro. Pero llegó el maldito 23 de diciembre de 1940.

Llegamos, con Mabel, a la casa de la tía Filomena, a unas quince cuadras, con tres banquitos para la reunión de Nochebuena. Mamá, en la puerta, con cara de triste nos llevó a la cocina y, debajo de un repasador, sacó unas plumitas, me las puso en la mano, con lágrimas, dio media vuelta y se fue. Mabel, callada, se sentó en silencio, las plumitas seguían en mi mano.

La cena de Nochebuena fue, como siempre, alegre. Cantos, muñeira, vino do Ribeiro, recuerdos de aldea, brindis a once kilómetros con los abuelos, a quienes nunca más veríamos, y con muchas lágrimas. Morriña. Mabel y yo solamente comimos empanada gallega y nos fuimos. La tía Filomena, a los gritos nos dijo:

—Vengan, vengan, falta el pavo.

—Sí tía, ya sé que falta el pavo, el cuerpo del pavo, porque a Coraceiro lo voy a llevar siempre en el recuerdo.

Pasaron las fiestas. El viejo; al colectivo, mamá; a la tabla de lavar, Mabel; a la academia de corte y confección. No la dejaron seguir el secundario, a las mujeres solo costura y dactilografía. “Mi hijo, el doctor” era solo para varones.

Solo, fui a buscar mi cajita verde abajo de la cama. Despacito, la fui abriendo; bolitas blancas, bolitas rojas, dos chapitas con los colores de Chicago y un puñado de plumitas. Fui caminando. Al fondo, al lado de la conejera, vi un pedacito de tierra libre, con la pala hice un hoyito y deposité, como un ataúd, mis bolitas, mis chapitas y mis plumitas. Con un alambre que encontré, até dos palitos en forma de cruz y los clavé en la tierra. Nunca más fui a la conejera, no pasaba de la huerta.

Pocos años después nos mudamos a la otra casa, con asfalto y, sobre todo, con baño. El baño tenía una ducha con un calefón a alcohol que, algunas veces, nos quemaba la espalda.

No hace tanto, pasé por Oliden, mi casa, mi niñez, mis recuerdos. Paré el coche y solo vi un edificio de pisos: debajo estaba Coraceiro con mi cajita. Hoy vuelve a mi memoria la calle de tierra, los vendedores con sus gritos y sin tarjeta de crédito, y un Coraceiro que, durante un tiempo, fue mi amigo.

Lo dejo a mi tío Pepe (el Rico) con su pulpo. Para otro recuerdo será, pero nunca supe por qué le pegaba con un palo antes de meterlo en la olla: ¿se habría portado mal?

Manuel López

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