Periódico zonal del Barrio de Liniers para la Comuna 9
April 25, 2024 11:40 am
Cosas de Barrio

El incomparable encanto del fulbito callejero

El recuerdo de los picados en la calle, cuando la redonda invitaba a patear hasta la merienda

Por Daniel Aresse Tomadoni (*)

Siempre sostuve que, después de nuestra casa y de la escuela, la calle fue nuestro tercer hogar. Es que cualquiera fuera el día, el mes, la edad y hasta la estación del año, la calle ejercía un magnetismo único al que era imposible resistirse. Y en esas cinco esquinas del pasaje Luchter y José León Suárez donde transcurrió mi infancia y adolescencia, jamás podía faltar la pelota.

La redonda era la vedette de todos los juegos, infaltable a toda hora. Jugar “un cabeza” o pasársela de uno a otro, siempre sumaba adherentes interesados en manejar el esférico con habilidad, o no tanta. Uno de ellos era Pepín, al que le decíamos “el caballo” por su poderosa patada. Cuando la calzaba con el empeine y le daba para arriba, la pelota desaparecía en el cielo hasta convertirse en un puntito para luego regresar como un bólido,  como en los dibujitos animados. Otros, en cambio, eran hábiles para hacer jueguito y se pasaban largos minutos sin que la pelota tocara el piso. Y los más pataduras como yo, hacíamos de extras y cada tanto, de lástima, nos daban algún pase.

Pero no todo era alegría en ese maravilloso deporte callejero: más de una vez alguna “Pulpo” de goma o las pesadas N° 5, solían escaparse del perímetro imaginario de la cancha y terminaban sus días bajo las ruedas de alguno de los pocos autos que pasaban por allí. Otras, en cambio, eran capaces de reventar en mil pedazos alguna lamparita del alumbrado público.

Sin embargo, lo peor llegaba cuando la redonda osaba cruzar la verja bajita de la casa de Abel, para rodar tímidamente hasta detenerse en el patio delantero. Abel participaba con los demás chicos de los juegos callejeros, era uno más de nosotros. Pero el problema era el padre, un farmacéutico amable con todos, pero que se transformaba cuando la pelota ingresaba a su espacio hogareño. Cuando eso ocurría, un silencio sepulcral inundaba el ambiente hasta que, finalmente, se abría la puerta de esa casa. Si salía la empleada doméstica, respirábamos aliviados, porque sabíamos que de inmediato la arrojaría nuevamente hacia nosotros. Pero si el que aparecía en escena era el padre de Abel, lo que seguía era un espectáculo sanguinario, un sacrificio en público. En efecto, tomando un cuchillo y a la vista de todos nosotros, el padre de Abel degollaba la pelota y luego la devolvía a la calle junto con algunas advertencias a nosotros, que a pesar de ser bastante educados, lanzábamos una artillería de insultos hacia su persona. De inmediato, claro, se terminaba el partido, o al menos se postergaba hasta el día siguiente, cuando otra pelota volvía a convertirse en el centro de atención de todos nosotros.

Pero eso sí, en todos los casos los partidos en la calle terminaban cuando nuestras madres, como árbitros insobornables, nos llamaban para tomar la merienda y seguir con los deberes. Entonces el sueño se posaba en Navidad o en Reyes, cuando esperábamos ansiosos que junto al arbolito o los zapatitos apareciera el equipo completo de nuestro club de fútbol preferido, para poder lucirlo un par de veces en esa cancha imaginaria de las cinco esquinas de Liniers. Hasta la próxima y muchas gracias por compartir mis recuerdos.

 (*) Aresse Tomadoni es director general de Multinet (Radnet/La Radio, El Viajero TV, Club de Vida TV)

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