Periódico zonal del Barrio de Liniers para la Comuna 9
April 19, 2024 3:24 am
Cosas de Barrio

UNA VIDA ENTRE CÁLCULOS Y LEYES CON PERFUME DE ARRABAL

Con casi un siglo de vida en Liniers, Carmen Dombrowski invita a un viaje por el túnel del tiempo para redescubrir el barrio de su infancia

De sus joviales 96 años, Carmen Julia Dombrowski lleva 95 vividos en Liniers. Poco menos de un siglo. Aunque nació en Morón, al año apenas ya estaba instalada con su familia en Liniers y desde entonces vive en Ramón Falcón, entre General Paz y José León Suárez. Claro que por aquella lejana década del 20’, Ramón Falcón aún era de tierra.

La madre de Carmen era maestra y su papá ingeniero. Por lo tanto, durante aquellos primeros años, Carmen estuvo al cuidado de su abuela, que tenía por costumbre leer el diario La Prensa. “Desde chica fui muy curiosa y aquella vez no fue la excepción –cuenta Carmen, sin necesidad de escarbar en su memoria- como la veía tan interesada en esas páginas quise saber qué decían, y de tanto preguntarle y escucharla, aprendí a leer”. Así fue que, a los dos años y medio ya sabía leer y escribía su nombre y apellido. Por aquellos años su madre trabajaba en una escuela del Distrito Escolar 8, por lo que cada mañana tomaba el tren en la Estación Liniers y luego empalmaba con el tranvía 51. Carmen recuerda que, en “aquel entonces, en la primera clase se viajaba en trenes con asientos de cuero, y en segunda, donde viajaba mi madre, había que conformarse con los de madera”.

Pero cuando Carmen cumplió tres años su padre compró un auto Hudson, con alginos años de uso y algunos detalles de mecánica. Pero en el fondo de aquella casa -hoy devenida en edificio de departamentos- junto a los árboles frutales (“teníamos seis durazneros, además de olivo, laurel y avellano”, recuerda la protagonista de la charla) estaba el gallinero, y pegadito a ese galpón, su padre había construido una fosa para hacerle arreglos al auto. “Me pasaba horas enteras observando a mi padre reparando el auto. Prefería empaparme de esos conocimientos de mecánica en lugar de acompañar a mamá en la cocina”, evoca, y le parece volver a escuchar los reclamos de su madre.

Ahora sus recuerdos la acosan en torbellino y ella se deja llevar. “La puerta de casa estaba siempre abierta. Recuerdo que tenía una reja y un alambrado perimetral. Era todo muy seguro por entonces, no había ningún peligro. Sin embargo antes hacía mucho más frío que ahora, por eso mi abuela me preparaba una pomada que hacía con la planta palán palán, para curarme los sabañones”, cuenta Carmen y se restriega las manos.

Ahora son imágenes del barrio las se cruzan sin pedir permiso. “Cerca de casa vivía la familia Marinucci –explica-. Eran catorce hermanos y todos los varones trabajaban en el Mercado de Frutas y Verduras de Liniers, que tenía la entrada para los vecinos por Rivadavia y por Ramón Falcón se ocupaba de la venta mayorista”.

Y hablando de comercio, Carmen recuerda al viejo carro del lechero, “que se proveía en una casilla de madera que estaba al lado de la estación ferroviaria, casi sobre la calle Cuzco. Allí dejaba su provisión el tren carguero de leche. Junto a ellos estaba el carro del pochoclero y el del organillero, cuya máxima atracción era el monito que hacía piruetas y entregaba tarjetas de la suerte”.

Aquellas postales de la infancia van creciendo en intensidad, y entonces aparecen los momentos más felices: la festividad de San Cayetano, “cuando el cielo de Liniers se volvía multicolor a la luz de cientos de fuegos artificiales” y los inolvidables carnavales de la época, con los inmensos carruajes multicolores tirados por cuatro o seis caballos. “Me acuerdo de uno en particular –dispara con una sonrisa- que estaba ornamentado como un barco, y encima había chicas vestidas de marineras, con la falda apenas un poquito arriba de la rodilla”. El palco principal del corso estaba en Carhué y Rivadavia, y había otro escenario en Carhué y Ramón Falcón con una micrófono abierto al público, donde la gente cantaba, tocaba la guitarra o recitaba.

De pronto los pensamientos la llevan a la esquina de General Paz y Rivadavia, donde estaba la despensa Viturro “que era enorme, y vendía por mayor y menor” y luego la depositan en Rivadavia y José León Suárez, justo en la esquina de “La Blanqueda”, aquel tradicional almacén de campo y pulpería, que fuera un símbolo del Liniers de antaño. “En esa esquina –describe Carmen- junto al buzón rojo de Correos y Telégrafos, había un pequeño puente metálico que era giratorio, y servía para evitar mojarse los pies cuando, a raíz del desborde del arroyo Maldonado, Rivadavia se inundaba de bote a bote”. Por esa misma razón, varios de los negocios linderos tenían compuertas metálicas para evitar inundarse en los días de tormenta. Para entonces Rivadavia estaba poblada de adoquines y la avenida General Paz aún era de tierra. Debajo del puente –bastante más austero que el actual- la gente solía esperar el tranvía 1, que iba hasta Primera Junta, y el 2, que llegaba hasta Plaza de Mayo

“A metros de La Blanqueada, sobre José León Suárez, que por aquel entonces aún se llamaba Bariloche, había un corralón que se encargaba de lavar los caballos de los carros que se detenían en la pulpería”, agrega, para completar la escena.

Tras una carrera brillante, a los 22 años Carmen se recibió de ingeniera y poco después comenzó a trabajar en Ferrocarriles del Estado, que funcionaba en Retiro, donde hoy están los tribunales federales. Más tarde la trasladaron a la Estación Lynch del Ferrocarril Urquiza. “Me acuerdo que tuve que insistir mucho para que construyeran un baño para mujeres, cosa que hasta entonces no existía en muchas estaciones de trenes”, puntualiza.

Pero la vida de Carmen tuvo un quiebre repentino hacia fines de los años 60’, cuando su padre y su hermano enfermaron gravemente y al poco tiempo, fallecieron. Como consecuencia de ello, su madre sufrió una hemiplejía y Carmen fue presa de una depresión muy grande. Fue entonces cuando optó por pedir licencia en su trabajo y aprovechó ese tiempo para estudiar abogacía, profesión que comenzó a ejercer poco después. “Igualmente siempre seguí en contacto con el mundo de los trenes, de hecho hace muy poco doné varios libros al Museo Ferroviario de Retiro y tuve el placer de que me nombraran benefactora”, destaca.

-¿Qué consejo le dejaría a los jóvenes?

– Que disfruten de la vida y que no dejen de estudiar, que se preparen, porque el estudio abre puertas. Yo puedo dar fe de eso.

Josefina Biancofiore

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